lunes, 25 de marzo de 2013

El secreto, relato corto


Resulta curioso e incluso sorprendente que, lo que en apariencia pudiera parecer una nimiedad para muchos, llegue a cambiar la vida y su existencia para otros. Ésta es la historia de Allan Hall, un muchacho que fue reducido a pedazos desde un punto de vista emocional por mantener a salvo un secreto, su secreto.

Todo comenzó cuando nuestro protagonista recién hubo cumplido los doce años. De una familia acomodada y con un padre dictatorial, Allan, huérfano de madre, sin hermanos y con una timidez que rayaba lo patológico, no hacía otra cosa que leer libros de aventuras. Al chico no le dejaban hacer otra cosa que no fuera lo correcto, entendido el término en el sentido de lo que su progenitor pudiera considerar correcto que, como podéis imaginar no era mucho más que estudiar en la Escuela privada y selecta de Blumintel y agachar la cabeza mientras el General, término cariñoso acuñado en sus pensamientos por el chico con el que su padre se identificaba a las mil maravillas, le hablaba; esos libros le ofrecían, sin pretenderlo, el oxígeno para respirar, su razón de ser y existir; tan pronto llegaba a casa tras la sesión de tortura que le suponían las clases, y una vez había acabado los deberes que le imponían los severos profesores maléficos de Blumintel, corría como si le fuera la vida en ello a sentarse con cierto mimo en el lujoso “sillón siglo XV” de la biblioteca de su casa y se sumergía un día sí y otro también en las peripecias de personajes heroicos a la orilla del Nilo o en parajes salvajes del África negra, siempre y cuando, claro está, el “General” se encontrara en horario laboral y alejado de su hogar. Después de múltiples y alocadas cabriolas argumentales al final siempre salvaban sus vidas y la de sus guapas y esculturales acompañantes; Allan, resignado a su suerte, sabía que nunca sería capaz de viajar, de conocer mundo y de tener experiencias emocionantes sin desprenderse del yugo asfixiante de su ascendiente, y esos libros con adornos dorados y papel mohoso a los que quería como parte de su propio ser serían, sin lugar a la duda, su válvula de escape ante esa vida insulsa e irritante que le había tocado en suerte vivir.

Cierto día lluvioso de sábado de primavera Allan se sentía inquieto y excitado sin razón aparente, y se levantó temprano mientras todos permanecían dormidos, acudiendo al lugar en el que más a gusto se encontraba, la biblioteca. Ya había terminado de leer su último libro y se disponía a elegir otro tomo con el que pasar sus horas muertas cuando le llamó la atención, no supo bien la causa, un ejemplar viejísimo y desvencijado que se hallaba en lo más alto de la estantería. Utilizando una silla para alzarse logró finalmente hacerse con él, aunque casi se desloma de bruces en el suelo en el intento. La encuadernación se encontraba en mal estado pero tenía algo que le atraía; su autor William Fastbroken no le sonaba de nada ni tampoco su título, “Guarda el secreto”; no sabía el cómo ni el por qué, pero lo cierto era que ese vulgar libro era especial; no tardaría mucho en descubrirlo.

Lo abrió por su primera página y lo que pudo atinar a leer lo dejó patidifuso. Miró a un lado y a otro como si lo estuvieran observando los del programa de televisión inocente inocente. No era para menos, sus primeras líneas decían:

Éste es un libro de deseos; si sabes elegir bien éste se cumplirá. Pero debes tener cuidado con lo que deseas, querido lector, sé inteligente y dime, ¿qué es eso que deseas?. Ahh, que no me crees, ¿verdad?. Pues ármate del valor y templanza de los héroes de tus libros favoritos e inténtalo; no tienes nada que perder y mucho que ganar. Sólo existe un inconveniente: no debes decírselo a nadie; has de guardar el secreto para ti por siempre jamás. Si no sigues mi advertencia la furia de mil terremotos y cientos de huracanes descontrolados te alcanzarán sin que puedas hacer nada para evitarlo, salvo rezar a tu Santo Dios. Rezarás, pero nada cambiará sobre tu funesto futuro; tu cuerpo quedará reducido a cenizas, no sin antes haber sufrido torturas que ni en tus mayores pesadillas pudieras concebir.

Dejaré que lo pienses una vez más y, si te muestras decidido y consciente con tus propios actos, te lo volveré a preguntar: ¿qué es lo que deseas fervientemente?”.

Por la cabeza del chaval anidaron innumerables pensamientos, asemejándose a agujas puntiagudas traspasando su piel. Quería cerrar ese infernal libro, dejarlo en el mismo lugar donde se ubicaba y olvidarlo, pero no podía hacerlo; una fuerza que surgía de dentro se lo impedía. Eso y una vocecita burlona que le susurraba socarronamente al oído “hazlo, hazlo, será el fin de tus padecimientos, podrás salir a ver mundo sin que nadie te lo impida, serás libre”.

Quiso no haberlo hecho, pero deseó con todas sus fuerzas, siguiendo los designios de ese libro que acunaba en su regazo que, desde ese momento, su padre le dejara hacer lo que quisiera y que nunca más tuviera una palabra desconsiderada hacia él, ni le pegara, como era su costumbre. 

Lo hizo; se sentía casi tan bien y satisfecho como las estrellas de sus novelas aventureras, aunque ese entusiasmo quedó inmediatamente truncado con las voces quebradas de Henry, el mayordomo jefe de la familia. Allan no daba crédito a lo que estaba sucediendo; de las palabras entrecortadas del mayordomo y sus sollozos emergía la no tan vaga idea de que su padre había fallecido. Subió tan rápido como sus piernas  imberbes le permitieron por las escaleras con dirección al segundo piso, donde se hallaban las habitaciones de su padre, y lo encontró con la expresión torcida de su rostro, sobresaliéndole de la comisura de sus labios un hilillo viscoso de baba blanca que auguraba su triste final.

Allan nunca pudo recuperar la cordura después de lo ocurrido; el golpe fue definitivo para un adolescente de doce años. Sus tías Claren y Desiree tomaron la decisión, en parte para que su sobrino ya no fuera su problema, de que debía ser internado por su propio bien. Sus médicos no pudieron hacer nada por él; se había vuelto literalmente loco. No hablaba con nadie, ni siquiera con sus doctores, y sólo se le escuchaba cuchichear por los pasillos del Centro Psiquiátrico donde lo ingresaron siempre la misma expresión: “guardaré el secreto por siempre jamás”,  en un bucle infinito de desesperación.

Cuidado con lo que deseéis fervientemente, mis queridos lectores, pues si lo hacéis con tanta fuerza podría llegar a cumplirse; pero hacedme un pequeño e insignificante favor, chusssssssssss, silencio, guardadme por lo que más queráis ese secreto.